DAVID MARTÍN TORREJÓN
4º E.S.O. /B
LA LOCURA DEL REY
La
mañana del 4 de abril de 1717, Felipe V, también conocido como “el animoso” se
dispuso, como cada mañana, a desayunar junto con su familia. Al terminar, se
dirigió a los magníficos jardines de palacio, a hacer su recorrido habitual. Siempre
disfrutaba de sus retiros en la Granja de San Ildefonso.
Lo
mismo de cada día pensaba él, pero esta vez no fue así. Era primavera y las flores estaban en su
esplendor. A medio camino, llamó su
atención un rosal en concreto, sus
flores no eran comunes, eran de un color blanco especial y con una
característica poco habitual, habían crecido sin espinas.
Su olor
era fascinante, y en un impulso irresistible arrancó una rosa colocándola en el bolsillo superior de su casaca,
para que todo el mundo la pudiera ver y admirar.
Feliz
por su hallazgo, en esta ocasión no le importó dirigirse a palacio para atender
sus pesadas labores reales.
En su
despacho, absorto en sus pensamientos, se quedó fijo mirando y observando una
carta de procedencia misteriosa. Tenía
un lacre muy particular. Aunque su color
era rojo, como cualquier otro, en el centro tenía el dibujo de una rosa. Antes de que pudiera abrirla, sonaron los
relojes avisando que era la hora de comer.
Dejó el escritorio empantanado de papeles y se dirigió pensativo al
comedor, dispuesto a deleitar el suculento cerdo asado, con la peculiar y
típica manzana en la boca del cochinillo.
Al caer
la tarde se fue a las caballerizas y mandó preparar su mejor caballo. Una vez
todo preparado y listo, se lanzó a cabalgar por las inmediaciones de palacio.
Disfrutaba libre, apartado de toda preocupación y deber, cuando de repente el
corcel tiró al rey al suelo y huyó despavorido.
Felipe no veía por el cegamiento que le producía el sol, era como si le
atacara. El suelo y la hierba emitían un
calor inmenso. Consiguió ponerse en pie
y salir huyendo hasta que llegó a una zona en penumbra, era un bosque muy
denso, donde apenas se podía caminar.
Exhausto por el cansancio paró a beber en un manantial, y al ver su
reflejo en el agua vio su rostro desfigurado, como si de la propia muerte se
tratara. El agua se tornó negra y miles
de manos surgieron arrastrándolo hacia
la oscura profundidad.
Le
encontraron horas después adherido de frío, con la ropa hecha jirones y
balbuceando palabras sin sentido.
Tras
este incidente empezó a cambiar, ya no montaba a caballo, las tareas a veces se
le olvidaban, le daba por romper cosas, descuidó su aspecto dejándose crecer el
pelo y las uñas, pues pensaba que estos actos le propiciarían desgracias. Incluso, más de una vez, se paseó por palacio
desnudo. Lo único que no dejo de
realizar fueron sus visitas al jardín, de donde siempre venía con una rosa
blanca. No se sabía cómo, pero en un
rosal apartado de los demás, siempre brotaba una rosa nueva.
Todo iba
normal dentro de la locura que vivía.
Una noche al acostarse no conseguía conciliar
el sueño y empezó a dar vueltas por la habitación cada vez más rápido , saltaba
, gritaba y no dejaba de repetir el nombre de su fallecida primera esposa, María
Luisa, una y otra vez sin descanso. Cuando consiguieron tranquilizarle, le
dejaron descansar, y a la mañana siguiente, al ir a despertarlo, se encontraron
con una imagen que tardarían mucho en olvidar.
El dormitorio estaba en penumbra, pero un olor nauseabundo acompañaba la
estancia. Al abrir las cortinas e
iluminar la habitación, el rojo bañaba las paredes, y el rey sentado en su
cama, acunaba el cuerpo inerte de una joven criada al servicio de la
reina. Las extremidades de la joven
estaban esparcidas por toda la alcoba, y el rey cubierto de sangre tenía su
mirada perdida.
En
aquella imagen tan espantosa resaltaba el color blanco de una rosa que adornaba
los cabellos de la joven.
Al
meter al rey en la bañera, éste despertó de su estado catatónico, y alterado y
sin saber dónde se encontraba, exigía respuestas. No sabía lo que había
ocurrido y todos le miraban con temor.
Tras
contarle lo acontecido, el rey no daba crédito, él no era ningún asesino, tenía
que averiguar lo que estaba ocurriendo y demostrar su inocencia.
Dos
días después del asesinato de la joven, el rey dormía plácidamente en sus
aposentos, cuando oyó que le llamaban. Al
incorporarse, la ventana se abrió bruscamente empujada por un gélido
viento. El picaporte de la puerta se
movía frenéticamente arriba y abajo. Aterrado, consiguió llegar hasta la puerta
y al abrirla, al fondo del pasillo una criatura reptaba hacia él.
Su inhumana presencia, sus retorcidas y esqueléticas manos y sus
maléficos ojos desprendían ira.
La
criatura poseyó su cuerpo. Corría por los enormes pasillos de palacio empujando
y destrozando todo lo que se interponía en su paso. Se encontró con una criada que, al verle a
cuatro patas con sus enormes uñas, la ropa destrozada y cubierto de su propia
sangre, salió corriendo y pidiendo auxilio.
Antes de que alguien pudiera
socorrerla, el rey la alcanzó y estranguló hasta la muerte. Cuando llegaron más
personas alertadas por los gritos, y al
ver lo ocurrido, se lanzaron a por él y le inmovilizaron. Le llevaron de vuelta
a sus aposentos y le dejaron allí encerrado.
Los
criados fueron a recoger el cuerpo sin vida de la joven que había sido
asesinada por el rey. Junto a él
encontraron una diferenciada y notable rosa blanca como las que solía coger el
rey, pero ésta estaba marchita, parecía tener ya mucho tiempo, como si la
hubiera estado guardando para aquel momento.
Felipe volvió
en sí, y al ver su espantosa imagen reflejada en el espejo, pudo imaginar lo
ocurrido, ese monstruo no era él. Lloró
amargamente y reflexionando trazó un
plan.
Pidió a sus criados que le encerraran con
cadenas en sus aposentos, para poder demostrar su inocencia.
Era
noche cerrada. La tormenta estalló con
toda su fuerza, los relámpagos iluminaban el palacio, y los truenos
martilleaban los oídos.
Felipe,
desvelado por los acontecimientos, no podía dejar de pensar en el culpable de
aquellos asesinatos. Se dirigió a su
escritorio para distraerse con el papeleo, y se quedó fijo mirando la carta que
había dejado olvidada y, que tiempo atrás, había llamado su atención por el
peculiar lacre que contenía.
Abrió
la carta y al leer, no podía dar crédito a sus ojos, era un escrito de su primera esposa María Luisa, expresando
su última voluntad. Indicaba su tristeza
al abandonar este mundo, proclamaba su gran amor por el rey y su deseo de que
sus restos descansaran, junto a él, en la cripta del Palacio de la Granja de
San Ildefonso.
Mientras
el rey leía encerrado en su habitación, en la zona de servicio de palacio, la
criatura volvió a aparecer. Correteaba
por los inmensos pasillos en busca de una nueva presa. Esa noche no sería
distinta, calmaría su sed de venganza con otra criada. Ante sus ojos, apareció una joven de cabellos
castaños que apenas tenía 20 años. La atrapó
con violencia y la iba desollando mientras la joven chillaba y gritaba de dolor
hasta desfallecer.
Tras la
lectura, Felipe entendió todo. Con todas
sus fuerzas gritó el nombre de su esposa fallecida, y la criatura al oírlo
soltó su presa y se dirigió hacia la estancia del rey.
Violentamente
la criatura entró en la habitación. Felipe aterrado, volvió a gritar el nombre
de su mujer y entonces se produjo una transformación. Un bello espíritu rodeado de una estela
blanca iluminó la estancia y el hermoso rostro de su mujer le miraba fijamente.
Felipe
la pidió perdón y prometió cumplir su deseo de que su cuerpo descansase en paz
en la cripta de la Granja de San Ildefonso.
A la
mañana siguiente, el rey, se encargó personalmente de acompañar el cuerpo de
María Luisa, que yacía en el Escorial.
Ese día, Felipe adornó el enterramiento de su esposa con
las rosas blancas sin espinas que crecían en el jardín.
Las rosas ya no volvieron a crecer. Los asesinatos cesaron y por fin la reina pudo descansar en paz.
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